por elmostrador
23 de junio de 2025
En Chile, más de 30.000 mujeres son hospitalizadas cada año por complicaciones relacionadas con abortos, muchos de ellos inseguros o realizados en la clandestinidad. Según el Instituto Guttmacher, en América Latina y el Caribe, alrededor del 75% de los abortos se realizan en condiciones inseguras. Esta realidad no impacta a todas por igual: las mujeres jóvenes, pobres, migrantes o rurales son las más expuestas a los riesgos, la criminalización y a ver truncados sus proyectos de vida.
A pesar de la despenalización parcial en tres causales, miles de mujeres en Chile siguen enfrentando barreras, estigmas y peligros al intentar interrumpir un embarazo no deseado o no planeado. ¿Qué sucede cuando el Estado impide que una mujer decida sobre su propio cuerpo? Les impide también decidir sobre su educación, su trabajo, su salud mental, su presente y su futuro.
Hablar de aborto es hablar de libertad. Pero también es hablar de justicia, de dignidad y de la posibilidad real de que las mujeres y personas con capacidad de gestar puedan construir sus proyectos de vida sin imposiciones ni castigos.
Cuando una mujer decide interrumpir un embarazo no deseado, lo hace —la mayoría de las veces— para no abandonar sus estudios, mantener su empleo, cuidar de sus otros hijos, salir de una relación violenta o, simplemente, porque no desea ser madre. ¿Qué derecho tiene el Estado de negarle esa decisión? ¿Qué vida protege si no es la de quien ya existe y merece vivir con autonomía y sin miedo?
Un proyecto de ley que garantice el acceso al aborto legal, seguro y gratuito no obliga a nadie a abortar. Pero sí permite que quien lo necesite lo haga con dignidad, sin arriesgar su salud ni su futuro. Es una herramienta de equidad, especialmente para las más vulneradas: jóvenes, estudiantes, trabajadoras informales, migrantes, mujeres indígenas o rurales. La penalización, en cambio, las empuja a la clandestinidad, al estigma y a la criminalización.
No podemos seguir sosteniendo una legislación que ignora las vidas reales de quienes enfrentan un embarazo no deseado. Porque mientras algunas pueden viajar o pagar una clínica privada, otras quedan atrapadas entre el miedo, el silencio y la pobreza. La maternidad forzada no es un acto de amor: es una forma de violencia.
Por eso, hablar de aborto es también hablar de educación, de empleabilidad, de salud mental, de justicia reproductiva. Es hablar de la posibilidad de elegir cuándo y si se quiere ser madre, y de que esa decisión no interrumpa los sueños, los estudios, la vida laboral o el deseo de vivir con plenitud.
No hay proyecto de vida sin libertad para decidir. No hay democracia real sin derechos sexuales y reproductivos. Y no hay igualdad posible si la maternidad sigue siendo impuesta a costa del cuerpo, la vida y el futuro de las mujeres.
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