por elmostrador
12 de junio de 2025
La modernización que Frei Ruiz-Tagle impulsó fue visionaria porque instaló un principio de obsolescencia programada: cada concesión lleva su fecha de vencimiento escrita en el contrato. El reto ahora es honrar ese diseño.
En las sobremesas de la política económica chilena se instaló, casi sin discusión, la idea de que nos estamos quedando atrás frente al flamante puerto de Chancay, en Perú. El elogio al “megapuerto” ignora un dato esencial: cuando Chancay termine su primera etapa, podrá mover del orden de 1 a 1,5 millones de contenedores al año —eso dicen sus propios promotores— mientras San Antonio ya movilizó 1,8 millones de TEU en 2024 y Valparaíso ronda el millón anual; el futuro Puerto Exterior de San Antonio, además, apunta a 6 millones de TEU. No es una carrera de capacidades absolutas sino de pertinencia estratégica, y ahí Chile posee ventajas que hoy estamos poniendo en riesgo por mirar el árbol equivocado.
La modernización portuaria chilena nació con una revolución administrativa: la Ley 19.542, promulgada bajo la administración de Eduardo Frei Ruiz-Tagle. La norma separó la función pública de la operación privada, licitó terminales por treinta años no renovables y obligó a todo concesionario a devolver la infraestructura al Estado para volver a concursarla. Ese reloj de arena garantiza, por diseño, que cada tres décadas entren nuevos actores con nuevas tecnologías y planes de inversión, evitando el envejecimiento del sistema. Fue, y sigue siendo, una política pública ejemplar que muchos vecinos miran con envidia.
Hoy ese reloj marca la hora de un nuevo ciclo. El problema es que el cronograma se nos viene encima y, salvo el Terminal 1 de Valparaíso, ningún puerto estatal ha iniciado el proceso formal para volver a concesionar sus terminales. La Cámara Marítima y Portuaria hace bien en recordarnos que una licitación portuaria toma cerca de siete años desde que se encarga el primer estudio hasta que el nuevo operador recibe las llaves. Con los directorios de las empresas portuarias renovándose el próximo año, la inercia burocrática podría empujar los plazos más allá de lo razonable y comprometer la continuidad de servicio. Olvidamos, además, que cada terminal que se vuelva a concesionar exigirá actualizar el Plan Maestro, valorizar CAPEX, tramitar permisos ambientales y dialogar con las comunidades antes siquiera de redactar las bases de licitación.
Mientras discutimos la “urgencia” del Puerto Exterior, seguimos sin resolver cuellos de botella tan pedestres como llegar al puerto. San Antonio y San Vicente sufren accesos viales y ferroviarios al límite; el Terminal Ferroviario de Barrancas o las mejoras en el Bío Bío son pasos en la dirección correcta, pero no bastan. Si no aceleramos esas obras, la macrozona central podría quedarse sin capacidad efectiva mucho antes de que el primer pilote del nuevo molo exterior toque el agua. Y no olvidemos que la mayoría de esas inversiones recaen en el Estado: los contratos de concesión impiden a los operadores gastar en bienes que no administran, y con la concesión a punto de vencer nadie arriesgará capital en activos que pronto pasarán a manos de un competidor.
Otro asunto que vuela bajo el radar público, pero que puede trabar las licitaciones, es la correcta valorización de los pasivos contingentes. Las normas IFRS (NIC 37) obligan a reconocer el valor residual de las obras que retornarán al fisco cuando expire cada concesión. Si cedentes y concesionarios no reflejan la misma cifra en sus balances, el desacuerdo terminará en tribunales o, peor, paralizará los procesos de adjudicación. Anticipar auditorías independientes y reglas claras para la depreciación evitaría litigios y sobrecostos que al final paga el usuario de la cadena logística.
Todo esto sugiere un cambio de foco. El Puerto Exterior, concebido para recibir los buques de 24 000 TEU que surcan el Pacífico, es una pieza indispensable del largo plazo, pero no puede convertirse en excusa para descuidar lo urgente. Antes de poner la primera piedra del megapuerto debemos garantizar que los terminales actuales lleguen vivos —y competitivos— a 2030. Eso implica:
- Convocar las nuevas licitaciones ya. Si demoramos, corremos el riesgo de un vacío operativo que rompería la continuidad de servicio y dañaría la reputación país.
- Resolver la conectividad terrestre y ferroviaria. Sin vías ágiles, cualquier ganancia en frente de atraque será anulada por camiones atascados.
- Clarificar los pasivos contingentes. Una norma contable aparentemente arcana puede detener inversiones multimillonarias si no se negocia con transparencia.
- Coordinar a las agencias públicas. Transportes, Obras Públicas, Hacienda, Medio Ambiente y las empresas portuarias deben actuar al unísono. La fragmentación es el mayor enemigo del calendario.
La paradoja chilena es que contamos con un marco legal robusto y terminales que, a pesar de marejadas y cambios de regulación, baten récords de productividad cada año. San Antonio creció un 11 % en transferencia de TEU en los dos primeros meses de 2025; TPS, el concesionario de Valparaíso, ejecuta obras de ampliación y mantiene estándares operativos exigentes. Esas cifras muestran que el sistema no está “atrasado” sino al borde de su siguiente salto tecnológico, un salto que depende menos de hormigón nuevo que de gestión pública oportuna.
Mirar con admiración el capital chino que financia Chancay es legítimo, pero Chile no necesita copiar un modelo portuario desde cero: lo que requiere es darle continuidad al esquema que ya probó su eficacia. La competencia regional no se gana anunciando megaobras sino asegurando confiabilidad y bajos costos logísticos hoy, mañana y dentro de treinta años.
Por eso, la discusión de fondo no es “Puerto Exterior sí o no” sino “gobernanza y plazos”. La mejor manera de prepararnos para la irrupción de Chancay —y para la creciente demanda de comercio con Asia— es cumplir nuestro propio calendario, modernizar accesos y estructurar licitaciones que premien inversión, innovación y resiliencia climática. Cuando lo hagamos, Chancay será un competidor valioso y un socio natural en un corredor pacífico fortalecido; pero no un espejo que nos haga sentir más pequeños de lo que en realidad somos.
La modernización que Frei Ruiz-Tagle impulsó fue visionaria porque instaló un principio de obsolescencia programada: cada concesión lleva su fecha de vencimiento escrita en el contrato. El reto ahora es honrar ese diseño. Si Chile vuelve a mover primero, como lo hizo hace un cuarto de siglo, los buques que crucen el Pacífico encontrarán no sólo un puerto exterior de clase mundial, sino todo un sistema preparado para el comercio del siglo XXI. Esa, y no otra, es la reforma que aún está a tiempo de ponerse en marcha.
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