Cuando hablo de trasplantes, no hablo solo de medicina. Hablo de esperanza, de lucha, de vida. Aunque parezca increíble, recién en la década de los cincuenta se realizaron los primeros trasplantes en el mundo. Es decir, nuestros padres nacieron en un tiempo donde este tratamiento aún no existía. No tenían acceso a la posibilidad de una cura que hoy, afortunadamente, sí podemos ofrecer. Cada vez que acompaño a un paciente en este proceso, siento que estoy siendo parte de la historia. Y eso, créanme, es algo inmensamente valioso.
Hace quince años que trabajo en el área de trasplante de médula ósea. Quince años acompañando familias que llegan con el corazón en la mano, depositando en nosotros su fe, su amor, sus desvelos. Ver a un niño o niña, diagnosticado con leucemia, caminar hacia la recuperación gracias a un trasplante, es un regalo que no tiene precio. Y sí, aunque no siempre lo logramos, cada historia que termina bien me reafirma que todo el esfuerzo vale la pena.
El trasplante consiste en reemplazar un sistema inmunológico o hematológico enfermo por uno sano. Y para eso, necesitamos un donante. Alguien que, con un acto de infinita generosidad, decida entregar vida. Porque eso es lo que hace: da vida. Muchas veces con un procedimiento que no implica grandes riesgos, pero que cambia para siempre la historia de otro ser humano. Qué más hermoso que saber que, sin conocer a esa persona, le regalaste una segunda oportunidad.
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