por elmostrador
7 de junio de 2025
La pregunta ya no es cuántas patrullas más, ni cuántas cámaras nuevas. La verdadera pregunta es: ¿cómo desactivamos los incentivos que el propio sistema reproduce para sostener, habilitar o tolerar el delito?
Una balacera en un bar céntrico, un tiroteo en un colegio, peleas con cuchillos en plazas públicas: Chile experimenta una violencia que ya no sorprende, pero que seguimos enfrentando con las mismas respuestas de siempre. Más cámaras, más policías, más leyes duras. ¿Resultado? El problema persiste.
En nuestro país, como en gran parte de América Latina, el debate sobre seguridad se ha empantanado en una fórmula que ya no resiste más estiramientos. Más vigilancia, más castigo, más tecnología. Como si el crimen y la inseguridad fueran únicamente problemas de oportunidad y más control, y no síntomas de un orden social que produce sus propias fracturas internas.
Es tiempo de pensar distinto. De asumir que la seguridad no puede seguir reducida a una cifra. No se trata de contar delitos para declarar tranquilidad. La seguridad que importa no es la ausencia estadística del crimen, sino la condición que se promueve para una vivencia cotidiana de protección, pertenencia y legitimidad. Se trata de una experiencia concreta, donde las personas no solo se sienten a salvo, sino que saben y sienten que su existencia tiene valor y resguardo. Generar condiciones de seguridad es el verdadero desafío.
Este giro no es un juego semántico. Es estratégico. El crimen organizado, el delito común y la sensación de inseguridad tienen un punto de cruce que rara vez se aborda con la profundidad que requiere. Me refiero a los incentivos criminales que el propio sistema social, directa o indirectamente, motivan, habilitan o legitiman la conducta delictiva.
Estos incentivos no son anomalías ni simples fallas. Son expresiones funcionales de una arquitectura disociada. Hablamos de normativas mal diseñadas, instituciones sin capacidad de fiscalización, desigualdades sistemáticas, cultura de impunidad y una normalización simbólica donde la transgresión se vuelve vehículo de pertenencia, poder o reconocimiento. Mientras no enfrentemos esa estructura que habilita el delito, seguiremos persiguiendo efectos sin tocar las causas.
Frente a este escenario, ya no basta con el viejo triángulo de la oportunidad delictiva, que se enseña como un mantra para los iniciados. Se trata de integrar y articular todos los componentes de la seguridad (infraestructura, personas, tecnologías, vínculos y normas), para que funcionen de manera coherente, legítima y convergente. El objetivo no es solo prevenir delitos, sino producir las condiciones para que el delito deje de ser una opción razonable o deseable. Lo que las personas reclaman no es solo presencia policial, sino contar con una condición básica de seguridad que les permita habitar el mundo sin miedo arbitrario.
Esta ausencia de una condición real de seguridad se refleja también en la frustración de quienes están en la primera línea del sistema. En el policía que detiene cinco veces a la misma persona sin que pase nada. En la profesora que enseña en barrios capturados por el narco. En los profesionales que hacen intervenciones sociales en zonas complejas sin apoyo institucional. También en la contradicción de los canales de televisión, que por la mañana claman contra la delincuencia y por la tarde transmiten teleseries que glorifican al delincuente.
Hablar de condición de seguridad tiene consecuencias profundas para la seguridad privada, pública e incluso nacional. Países que han normalizado estrategias punitivas y militarizadas enfrentan hoy el desgaste institucional, la fragmentación social y la expansión del crimen organizado como fuerza paralela. La pregunta ya no es cuántas patrullas más, ni cuántas cámaras nuevas. La verdadera pregunta es: ¿cómo desactivamos los incentivos que el propio sistema reproduce para sostener, habilitar o tolerar el delito?
Si no nos hacemos cargo de las fallas sistémicas que incentivan el delito, seguiremos gestionando síntomas con analgésicos, celebrando indicadores vacíos y permitiendo que el miedo siga organizando la vida en comunidad. Y en este punto hay que decirlo con claridad. El academicismo acomodado en posiciones de poder político no ha estado a la altura. No por falta de datos, sino por exceso de dogma. En lugar de abrir el debate, muchos prefieren blindar su modelo, aferrarse a sus indicadores y despreciar toda mirada que no provenga de su tribuna. No están defendiendo ideas: están defendiendo su lugar en el sistema.
No se trata de inventar la rueda. Se trata, después de décadas de estancamiento, de preguntarnos si acaso no ha llegado la hora de cambiar el modelo de bicicleta. Como escribió Thomas Kuhn, los paradigmas no se superan con mejoras incrementales, sino cuando una nueva forma de ver el problema demuestra comprender mejor la realidad que pretende explicar. Todo lo demás es parche.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.