por elmostrador

8 de junio de 2025

Hubo un factor sobrenatural contingente: entre los países que votaron a favor de la partición estuvieron los Estados Unidos y la Unión Soviética, en el más milagroso consenso de la Guerra Fría.

Controlar el conflicto israelo-palestino, para que no escalara, fue parte importante del orden de la Guerra Fría. Explicable, pues Israel tenía el arma nuclear y ese orden se sostenía en el “equilibrio del terror”. Por eso, es gravísimo que se haya descontrolado y sobrepotenciado en este tiempo de terror desequilibrado. Hoy demasiadas potencias cuentan con el arma total y -lo hemos dicho en columnas anteriores- la guerra de Ucrania ya normalizó la amenaza de usarla.

Así visto, el terrorismo de Hamas en Israel, la represalia del gobierno de Netanyahu en forma de “guerra total” y sus efectos catastróficos en la población gazatí deben procesarse con responsabilidades de Estado y no sólo desde la emocionalidad.  Esto obliga a conocer los antecedentes históricos del conflicto y asumir que, en su formato actual, es  uno de los vectores de esa “tercera guerra mundial por partes” advertida por el Papa León XIV.

La santa historia

Aunque muchos  quieran ignorarlo, el conflicto israelo-palestino tiene sólidas raíces georreligiosas. Esto lo ha hecho insoluble en términos geopolíticos. La prueba secular es que la aprobación del plan de partición de Palestina de 1947, por la Asamblea General de la ONU, no pudo generar una narrativa que lo desvinculara de la Historia Sagrada.

Para los rabinos de la diáspora, esa partición no era la parusía prometida. Ellos esperaban volver a la bíblica Tierra Santa (Eretz Israel) como Pueblo Reelegido,  liderados por un Mesías y no por votación de “gentiles” en una organización multilateral. Para los judíos laicos, liderados por el socialista polaco David Ben Gurion, fue el cumplimiento de una profecía  de 1896, del periodista vienés Theodor Herzl, publicada en su libro El Estado Judío. La idea fuerza de este nuevo “texto sagrado” fue que, para poner fin a una larga historia de persecuciones, los judíos debían contar con un Estado propio que podría materializarse en 50 años. Notable, si se considera que el vigente Estado Judío de Israel se fundó en 1948.

A mayor abundamiento, hubo un factor sobrenatural contingente: entre los países que votaron a favor de la partición estuvieron los Estados Unidos y la Unión Soviética, en el más milagroso consenso de la Guerra Fría.

Rechazo con catástrofe

Como todos los milagros, el de la ONU tuvo una negación. Vino desde los Estados árabe-islámicos establecidos, cuyos jefes rechazaron la partición por motivos más geopolíticos que religiosos. La mejor decodificación, a mi juicio, es la del periodista español Miguel Angel Bastenier, para quien los Estados del rechazo  “combatían unos contra otros, para asegurarse cada uno el control de cuanta Palestina  pudieran, no tanto con la intención de crear un país independiente sino más bien para negar a los demás la oportunidad de hacerlo”.

Ese rechazo dio inicio a un conflicto bélico recurrente, cuya mejor síntesis está en la nomenclatura de la primera guerra, de 1948. Para los judíos de Ben Gurion fue la Guerra de la Independencia, contra cinco Estados árabes lo que, de paso, les resolvió la previa crisis existencial. Les afirmó un Estado propio desde la victoria militar, a contrapelo de los rabinos, con base en un movimiento sionista-socialista, potenciado por la tragedia del Holocausto nazi.

En los Estados árabes del rechazo, esa derrota fue percibida como la Nakba filastin (catástrofe palestina). Como correlato inevitable, para los palestinos fue el principio del fin de su anomia identitaria, esa que los mantuvo sin liderazgo nacional bajo el Imperio Otomano, luego como parte sur de la Gran Siria y como protectorado británico, tras la Primera Guerra Mundial.

Sinergia del rechazo

En lo inmediato, los gobernantes árabes no asumieron que la Nakba fue resultado de un triple error estratégico: privar a los palestinos de una plataforma territorial soberana, ignorar la capacitación militar de los judíos durante los años previos y subestimar el plus de fuerza que les aportó la relación sinérgica de ambos factores. De ahí que llamaran a no reconocer al Estado Judío de Israel, manteniendo un estatus de beligerancia que se concretó en nuevas guerras, apoyo logístico  al terrorismo ”antisionista” y debilidad sostenida de los palestinos que querían un Estado en el espacio que les reconoció la ONU.

En ese contexto, los estrategas israelíes asumieron concepciones geopolíticas clásicas, para justificar el control de los territorios palestinos que consideraban estratégicos para su seguridad. Fue el origen de los asentamientos, que luego se expandieron por la presión religiosa (siempre fija en Eretz Israel) y por crecimiento vegetativo de los colonos. Paralelamente, Israel construyó una fuerza militar de excelencia, que contaría incluso con capacidad nuclear. Como digresión, el encargado de dirigir el programa nuclear fue el entonces joven político laborista Shimon Peres, futuro líder de una estrategia de paz, que contemplaba la instalación de un Estado palestino desarrollado.

Esa estructura de geometría variable permitió a los israelíes sucesivas victorias en las guerras que vinieron, que algunos cifran en cinco y otros en ocho. Sin embargo, también favoreció el protagonismo de políticos militaristas y territorialistas como Biniamin Netanyahu. Este negaba la posibilidad de un Estado palestino y postulaba usar la fuerza como plataforma de expansión y factor principal de seguridad nacional. Antagonizaba así con Peres, para quien la fuerza -que en parte importante él había construido- permitiría negociar la paz y que ésta era el factor óptimo de seguridad para Israel.

Magnicidios por amor a Dios

Similar clivaje se produjo en el mundo palestino, entre quienes seguían la línea árabe de la cancelación del Estado judío -a la cual se plegaría Irán, tras la revolución islámica de 1979- y quienes asumían la realidad de la correlación de fuerzas y aceptaban negociar con Israel. La tensión entre ambas posiciones experimentó una fractura histórica en 1977, cuando Anwar Sadat, presidente de Egipto -entonces el enemigo más poderoso- decidió reconocer la existencia de Israel y negociar un estatuto de paz.

Ratificando las complejidades trágicas de esta historia, hubo un “efecto espejo” del más alto nivel. Sadat fue asesinado en 1981, por fundamentalistas de Jihad Islámica vinculados con Irán. No le perdonaban la paz con Israel. Y en 1995, un fundamentalista judío asesinó al primer ministro Itzhak Rabin. No le perdonaba que, junto con su canciller Shimon Peres, protagonizara el proceso de paz de Oslo, conducente a la instalación de un Estado Palestino.

Pero esa es otra historia que, quizás, podríamos contar después.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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