por elmostrador
25 de junio de 2025
¿Cuánto menos atractiva sería la narco-carrera para un joven cualquiera, si todas las instituciones de educación terciaria ofrecieran formación de buena calidad y dieran títulos que permitieran acceder a las recompensas que publicitan?
Pocas cosas son tan valiosas como la democracia y la competencia electoral, pero a veces los períodos electorales tienen consecuencias insospechadas. Entre elecciones, el ciudadano promedio espera que los políticos hagan tres cosas: cooperar entre sí, escuchar a la gente, y hacer políticas que mejoren la vida de las personas. Pero los períodos electorales (como el actual en Chile) son tiempos malditos porque los candidatos no pueden hacer ninguna de ellas.
Primero, tienen que competir con otros candidatos más que cooperar, y en consecuencia se pasan atacando entre sí. Segundo, lo único que les queda es prometer. No pueden ejecutar nada concreto, aprobar políticas o proponer proyectos. Finalmente, hablan todo lo que pueden, porque cada espacio en los medios es una oportunidad para ganar votos. De escuchar, cooperar y hacer, como espera la gente, en períodos electorales se pasa a hablar, atacar y prometer.
Atacar
Atacar es una actividad central en las campañas, porque denigrando al adversario se espera conseguir el favor de los votantes. Eso no supone un mayor problema en tiempos políticos calmos como los que había hace un par de décadas en Chile, pero la política chilena se polarizó peligrosamente en la última década. Aunque el país no precise más ataques (vimos suficientes desde el estallido social y los procesos constituyentes), los incentivos de las campañas electorales llevan a eso.
A Tohá se la acusa de moderada desde la izquierda (peca de concertacionista) y de incompetente (en el manejo de la seguridad) desde la derecha. A Jara, de “comunista” (se asocia una etiqueta política a un insulto) y a Kaiser de conspiranoico, negacionista e improvisado. A Matthei se le critica su ambigüedad sobre los derechos humanos en relación con la dictadura y su estilo áspero. Etcétera.
Los ataques suponen personalizar. Mientras que mi disciplina –la sociología– instintivamente busca descubrir las causas “estructurales” de todo, los políticos en campaña tienen el reflejo opuesto: buscan explicar los orígenes todos los males del país en las acciones concretas de individuos específicos. Para unos avanzó el crimen porque Piñera abrió las fronteras a la inmigración descontrolada. Para otros, porque el gobierno de Boric “no se puso los pantalones”. Para algunos la educación anda mal por las reformas de Bachelet. Para otros anda mal porque Pinochet creó el sistema de vouchers. Si denigro a mi adversario electoral, ¿automáticamente me hago más popular? Quizás en el corto plazo. Pero en el mediano plazo la consecuencia es una denigración generalizada de toda la élite política: los dardos se vuelven contra quienes los lanzó como un boomerang.
Prometer
Pasemos a las promesas. En campaña, los candidatos adoptan una mentalidad de tarjeta de crédito. Hoy se compra (o promete) y mañana se ve cómo se paga (o cumple). Sistemáticamente se promete más de lo que se hace. Según los estudios de “Del dicho al hecho”, Piñera 1 cumplió el 54% de sus promesas, Bachelet 2 el 56%, Piñera 2 el 42%, y Boric, al final de su tercer año, llevaba el 38%.
No hay razón para pensar que quien mejor se maneje en el terreno de las promesas será quien mejor lo haga en el terreno de los hechos. Los periodistas sonríen con sarcasmo, porque en las encuestas Jaime Mulet marca 5 o 10 veces menos que otros candidatos. ¿Pero eso quiere decir que haría su trabajo 5 o 10 veces peor que los demás? A veces los candidatos buscan ganar votos con estrategias completamente desvinculadas de sus competencias para llevar adelante el trabajo que buscan.
¿Por qué deberíamos creer que el ingenio de un candidato llevando una pelota al debate, o la gracia de otro que se viste de doctor, quiere decir que serían mejores presidentes? Cuando los candidatos intentan ganar popularidad con estos gestos están diciendo a los votantes algo así como “mire, yo sé que estoy postulando a algo tan importante como la presidencia. Pero quiero que Ud. me vote no porque tengo buenas ideas, sino porque soy ingenioso o simpático”.
La sobreproducción de símbolos sin referente real también aparece cuando se lanzan propuestas efectistas para “crecer al 4%”, “terminar con los narcos”, aumentar natalidad o eliminar la burocracia, o cuando se plantean chivos expiatorios para solucionar problemas estructurales. Por ejemplo, nadie duda de que las bandas de crimen organizado son un gran problema y todos los candidatos quieren combatirlas. Pero ¿realmente se las combate militarizando a la sociedad? Lamentablemente, el crimen organizado estructura la supervivencia económica y el reconocimiento social de miles de familias.
Si un gobierno lograra destruirlo debería también pensar en cómo remplazar estas fuentes de ingresos, para evitar caer de vuelta en lo mismo. Todos los candidatos quisieran erosionar el atractivo cultural de las carreras narco (mucho dinero, autos y lujos en poco tiempo). ¿Pero qué puede ofrecer a cambio la sociedad “legal”? ¿Cuánto menos atractiva sería la narco-carrera para un joven cualquiera, si todas las instituciones de educación terciaria ofrecieran formación de buena calidad y dieran títulos que permitieran acceder a las recompensas que publicitan?
¿Cuánto se desvaloriza la ética del trabajo y la disciplina cuando se presenta a una startup que se volvió “unicornio” como el resultado de la genialidad o la suerte? Por cada “puntaje nacional” que sale en TV y desayuna con un presidente, ¿cuánta frustración queda en la inmensa mayoría que no lo logró? En síntesis, ¿cuánto de lo que pasa lejos del narco –en el mundo legal, oficial, consagrado– crea expectativas que, en algunos sectores de la juventud, sólo el narco aparenta satisfacer?
Lo mismo ocurre con la inmigración ilegal. Proponer que un mejor control de las fronteras nacionales solucionaría buena parte de los males de Chile, equivale a creer que a una persona con obesidad mórbida le bastaría con dejar de comer postre. Proponer que terminar con las AFPs ayudaría a mejorar las pensiones, sin apuntar a aumentar la participación laboral femenina y la productividad laboral, o sin bajar la informalidad, puede aumentar la popularidad en algún que otro sector de votantes, pero no dará una mejor vida a los pensionados.
Para que una fuerza política sea sustentable tiene que ganar las elecciones sin prometer más de lo que pueda cumplir, pero obviamente ambas cosas están en tensión. Las tres últimas administraciones cumplieron aproximadamente la mitad de lo que prometieron, y las tres tuvieron que entregar la banda presidencial a alguien del otro sector político. Si en una campaña A promete 5, B debe prometer 7, y la espiral de promesas pronto sube al infinito. ¿Cuán ético es tener un ejército de asesores, encuestadores y expertos en marketing que dicen al candidato qué debe prometer para ganar, sin darle el mismo peso a la viabilidad de la promesa?
Hablar
En las campañas los ataques suelen hacerse hablando, y hablar es la actividad favorita de los candidatos en campaña (¿puede Ud. imaginarse un candidato mudo?). A diferencia de otros animales, los humanos podemos hablar porque tenemos una capacidad faríngea muy desarrollada, resultado de un largo proceso evolutivo. Pero lo hacemos porque nuestro gran cerebro (comparado con el de otras especies) nos permite decodificar miles de palabras y sus infinitas combinaciones como símbolos de cosas que no están aquí y ahora.
En el mundo ilusorio de la mente –mundo que encarna en la palabra hablada o escrita- todo puede conectarse con todo y, por ende, dos candidatos pueden discrepar eternamente sobre qué es lo mejor para aumentar la productividad de las empresas, mejorar la eficiencia del Estado, garantizar derechos sociales, aprovechar la gran oportunidad del litio o el hidrógeno verde, alcanzar el desarrollo, dar tranquilidad a “la familia chilena” (como si fuera una sola), crear una sociedad más justa, defender la propiedad privada, posicionarnos en los mercados globales, proteger a los más vulnerables, cuidar el medio ambiente, etc.
Un candidato puede desacreditar al estudio más serio o la cifra más contundente (si es que la hubiera) evocando la conversación que tuvo con una señora mientras tomaba once en una mediagua de alguna comuna del Chile profundo. Anécdota mata dato. Decir “yo recorrí Chile y escuché harto a la gente” sacraliza todo lo que venga después, y contrasta con la inhumanidad de las cifras y la frialdad de la tecnocracia. Inversamente, el candidato astuto pone en duda la contundencia de las experiencias cotidianas de la mayoría de los chilenos y chilenas. Muestra un gráfico que avala que esas experiencias no se condicen con la realidad, que las cosas están mejor, y que la culpa es de los medios o las redes sociales (chivo expiatorio favorito en los últimos años).
Hablar, atacar y prometer son la tríada electoral, que se opone a la “buena política” de escuchar, cooperar y hacer. Habiendo dicho todo esto, agradezcamos que vivimos en una democracia en que existen los espacios electorales para que ocurran esas tres cosas. Cada vez menos gente en el mundo puede disfrutar ese privilegio.
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