La crisis ambiental también es una crisis cerebral

¿Puede una ola de calor desestabilizar tu estado de ánimo? ¿Puede el aire contaminado alterar el desarrollo del cerebro infantil? ¿Puede la pérdida de contacto con la naturaleza erosionar nuestra salud mental? La respuesta es sí. Y, sin embargo, la salud cerebral sigue ausente de la conversación climática.

Hoy nos enfrenta a un territorio olvidado: el cerebro humano. Mientras discutimos emisiones, glaciares y biodiversidad, pasamos por alto que el colapso ecológico también ocurre dentro de nosotros. La salud del planeta y la salud mental están más entrelazadas de lo que pensamos.

La evidencia es cada vez más contundente. Un estudio publicado en Nature Scientific Data muestra cómo las olas de calor urbanas se han intensificado dramáticamente, afectando especialmente a ciudades del hemisferio sur como Santiago de Chile. Las altas temperaturas no solo generan incomodidad, alteran nuestros ritmos circadianos, deterioran el sueño, afectan la regulación emocional y reducen la capacidad cognitiva, particularmente en adultos mayores y personas expuestas a entornos precarios.

La contaminación atmosférica, por su parte, también deja huella en la arquitectura cerebral. La exposición crónica a material particulado fino se asocia con envejecimiento cerebral acelerado, alteraciones en la conectividad funcional y mayor riesgo de enfermedades neurodegenerativas. Más silencioso aún es el impacto de la falta de naturaleza: múltiples estudios demuestran que el acceso a áreas verdes mejora la salud mental, disminuye el estrés crónico y favorece el bienestar afectivo. Pero millones de personas en nuestro país viven rodeadas de cemento, calor y ruido, sin sombra ni vegetación.

El daño no es inmediato, pero sí acumulativo. Un aire ligeramente más tóxico, una temperatura persistentemente elevada, un entorno sin vegetación… todos esos factores se suman día tras día, erosionando lentamente nuestra salud cerebral. La exposición continua a condiciones ambientales adversas puede ser tan determinante como un evento traumático. Y afecta a todos, aunque no por igual. Los cerebros en desarrollo son especialmente vulnerables. La exposición temprana a contaminantes y estrés ambiental puede alterar funciones críticas como la atención, la memoria o la regulación emocional. Proteger el entorno es, por tanto, una forma directa de cuidar el neurodesarrollo infantil y, con ello, el futuro de nuestras sociedades.

Nuestro cerebro, órgano exquisitamente sensible, está profundamente entrelazado con el entorno que habitamos. Por eso, la salud cerebral debe integrarse con urgencia en toda agenda ambiental. Esto implica diseñar políticas que promuevan ciudades verdes, movilidad activa, reducción de contaminantes y acceso equitativo a espacios restaurativos. Implica, también, fomentar estilos de vida que beneficien tanto al cuerpo como al planeta, como son la actividad física, alimentación saludable, vínculos sociales y contacto con la naturaleza.

Necesitamos una nueva manera de pensar la sostenibilidad. No basta con conservar recursos naturales, debemos proteger los recursos cognitivos, afectivos y sociales que hacen posible el florecimiento humano. A eso lo llamamos sostenibilidad humana.

Desde BrainLat impulsamos investigaciones que exploran, por ejemplo, cómo el calor extremo y la contaminación dañan la barrera hematoencefálica y aceleran la fragilidad cognitiva. También colaboramos con el Brain Economy Action Forum del World Economic Forum para promover una transición justa y regenerativa que ponga el capital cerebral —nuestras capacidades mentales, emocionales y creativas— en el centro del desarrollo sostenible.

Porque no habrá futuro verde si nuestras mentes están exhaustas. No habrá transformación ecológica sin cerebros sanos, resilientes y conectados. En este Día Mundial del Medio Ambiente, cuidemos la tierra, sí. Pero también cuidemos aquello que nos permitirá imaginar, crear y sostener un mundo mejor.