por elmostrador
9 de junio de 2025
Legalizar la eutanasia no es renunciar a la vida. Es reconocer que el sufrimiento extremo no debe ser impuesto por ley. Que la libertad no se extingue con la enfermedad. Y que, en una sociedad que madura, la compasión del equipo médico y la autonomía del paciente son inseparables.
Chile ha cambiado. En las últimas décadas, el país ha experimentado una transformación social profunda, marcada por la expansión del consumo, el acceso a la educación, y una creciente conciencia individual sobre los propios derechos. Esa evolución cultural, hija de la modernización y de nuestra inserción global, ha tenido efectos notables en la manera en que los chilenos comprenden la libertad. Hoy, millones de personas no solo aspiran a decidir cómo vivir, sino también —cuando el sufrimiento lo impone— cómo y cuándo morir. En este contexto, la legalización de la eutanasia no es un capricho ni una amenaza, sino una expresión madura de una ciudadanía que exige ser escuchada.
Desde la medicina, los avances científicos han logrado prolongar la vida como nunca antes. Pero esa conquista trae consigo otros nuevos desafíos y dilemas. Al extenderse la sobrevida, también lo hacen las enfermedades crónicas, las discapacidades y la dependencia. El aumento sostenido de la población envejecida es un dato irreversible, y con él, crecen los casos de sufrimiento prolongado sin horizonte de alivio. ¿Tiene sentido prolongar una vida cuando ya no se puede vivir dignamente? ¿Puede el Estado obligar a alguien a existir en medio del dolor?
A estas preguntas responde la eutanasia: no como imposición, sino como opción, como voluntad. Un camino regulado, ético y voluntario para quienes, enfrentados a un sufrimiento irreversible, deseen poner fin a su vida de forma compasiva y asistida. Este no es un debate clínico ni moral únicamente: es profundamente político y cultural. De esta manera se entiende la vida como un derecho, no como una obligación en circunstancias de sufrimiento.
De acuerdo con la Encuesta Bicentenario UC 2024, un 75% de los encuestados manifestó estar de acuerdo con la eutanasia. Este dato revela un amplio apoyo social a la idea de que las personas tienen derecho a decidir sobre su propio fin de vida, un reflejo claro de la evolución en nuestras percepciones sobre el sufrimiento y la autonomía personal. La mayoría social está pidiendo que se abra este debate, y que se regule con seriedad para garantizar que los pacientes puedan ejercer este derecho de manera segura, ética y legal.
Ese cambio cultural también se ha manifestado en el modo en que se discute el tema públicamente. Los sectores conservadores, que durante décadas impusieron sus principios religiosos como verdades incuestionables, ya no invocan de forma abierta el mandato según el cual tenemos el deber de vivir —sin importar las circunstancias— y el Estado el deber de hacérnoslo cumplir, incluso por la fuerza. Esa idea, que solía estar en el centro del discurso conservador, ha perdido arraigo. Su debilidad cultural ha quedado al desnudo. Y por eso, ahora sus argumentos han virado hacia otros frentes: dudas sobre la autonomía del paciente, advertencias sobre la solidaridad social o el sentido del sufrimiento. Como si acompañar al que muere fuera incompatible con respetar su decisión de dejar de sufrir.
El proyecto de ley, sin embargo, no evade la complejidad del tema. Aborda con seriedad los escenarios posibles, desde enfermedades como la esclerosis lateral amiotrófica —donde el paciente puede anticipar una situación futura intolerable e irreversible— hasta aquellos casos en que una persona lúcida y terminal busca evitar una agonía llena de dolor. El proyecto contempla tanto la declaración anticipada de voluntad como los procedimientos para asegurar un marco ético, médico y legal claro.
Pero si hablamos de dignidad, también debemos hablar de justicia. La eutanasia no puede convertirse en el recurso desesperado de quienes no tienen acceso a cuidados paliativos de calidad. Por eso, durante estos largos años de tramitación del proyecto de eutanasia, aprobamos la universalización de los cuidados paliativos a todas personas que sufran una enfermedad terminal o grave. Antiguamente estos cuidados estaban destinados exclusivamente para los pacientes oncológicos.
Para mí sería realmente inexplicable, que bajo el gobierno de Gabriel Boric, no tengamos ningún avance legislativo sobre esta materia. Las libertades individuales no pueden quedar olvidadas en los escritorios de La Moneda, la política debe reflejar la transformación cultural del país. Llamo a mi sector a no caer en la fantasía que han intentado instalar los sectores más conservadores, que consiste en hacer creer que la mayor demanda ciudadana por autoridad y seguridad estaría encadenada también a una especie de restauración conservadora del país en el ámbito moral. Eso no es más que una fantasía, los chilenos no estamos dando ningún paso atrás respecto a la ampliación de nuestras libertades individuales, y pedir más seguridad y orden no es sinónimo de eso.
Legalizar la eutanasia no es renunciar a la vida. Al contrario: es reconocer que el sufrimiento extremo no debe ser impuesto por ley, a nadie se le puede obligar a sufrir. Que la libertad no se extingue con la enfermedad. Y que, en una sociedad que madura, la compasión del equipo médico y la autonomía del paciente son inseparables.
Vlado Mirosevic
Diputado Partido Liberal de Chile
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