por elmostrador
3 de julio de 2025
Cada vez es más común encontrar a mujeres adultas, muchas veces madres solas, vendiendo drogas desde sus propios hogares. Para muchas, el microtráfico representa la única forma de generar ingresos sin abandonar a sus hijos. Sin embargo, esta elección tiene consecuencias graves.
El microtráfico en Chile ha dejado de ser un fenómeno marginal para convertirse en una amenaza estructural que fractura la cohesión social de los barrios. Lejos de tratarse únicamente de un problema policial, este fenómeno expone profundas desigualdades económicas, sociales y de género. Uno de los aspectos más inquietantes es la creciente participación de mujeres, no como encubridoras, sino como protagonistas de una economía informal basada en la desesperación y la falta de oportunidades.
Cada vez es más común encontrar a mujeres adultas, muchas veces madres solas, vendiendo drogas desde sus propios hogares. Esta actividad responde a condiciones precarias de vida: jefatura de hogar, desempleo, ausencia de redes de apoyo, falta de acceso a servicios de cuidado infantil y una constante necesidad de sobrevivir en contextos vulnerables. Para muchas, el microtráfico representa la única forma de generar ingresos sin abandonar a sus hijos. Sin embargo, esta elección tiene consecuencias graves: son las primeras en ser encarceladas, dejando a sus hijos a merced de cuidadores inadecuados o, en el peor de los casos, completamente solos.
Estas mujeres no solo distribuyen drogas; también las almacenan, administran puntos de venta y sostienen redes locales. Su rol central en el microtráfico no es siempre voluntario: muchas son cooptadas lentamente por redes delictivas que se aprovechan de su fragilidad. El estigma social que pesa sobre ellas las empuja aún más hacia el encierro simbólico y la dependencia del mundo delictivo. Son utilizadas y descartadas con facilidad.
A pesar de los múltiples diagnósticos, investigaciones y propuestas, las políticas públicas no han logrado frenar el fenómeno. La estrategia predominante ha sido aumentar las penas por delitos de drogas. Pero el tráfico no ha disminuido; los resultados han sido pobres, y más mujeres, adolescentes y jóvenes pobres llenan las cárceles del país. Esta política represiva ha sido no solo ineficaz, sino además generadora de mayor exclusión y sufrimiento.
Los programas de prevención y reinserción -reinserción es un eufemismo para quienes han sido siempre marginales- han sido escasos y mal implementados. Algunas mujeres que llegan a prisión por microtráfico, sin haber sido consumidoras, terminan adictas en la cárcel. Y cuando salen, los mismos que las llevaron a prisión están ahí para recomenzar con el tráfico. El Estado sigue ausente; no les facilita la inserción laboral ni social; tampoco la familiar. Así, el problema se agrava. La droga se instala y normaliza en las comunidades, tanto urbanas como rurales. Ya no es un fenómeno excepcional; forma parte del paisaje cotidiano. Su presencia descompone los vínculos comunitarios y satura de temor la vida barrial.
Este deterioro se ve amplificado por el avance del crimen organizado, que ha comenzado a dominar territorios. Las disputas entre bandas generan balaceras, muertes y extorsiones. Ya no se trata de enfrentamientos esporádicos, sino de conflictos entre mafias con armas de alto poder, jerarquías claras y un control territorial creciente. Nuevamente, las mujeres resultan las más expuestas: son obligadas a pagar por vender, a consumir, son vigiladas y, cuando ya no sirven, son descartadas.
El impacto de este fenómeno en la vida cotidiana de los barrios es devastador. Las familias viven encerradas, instalan rejas, cámaras, refuerzan puertas y ventanas. Los espacios públicos son ocupados por traficantes y consumidores. Las plazas y canchas se transforman en zonas de riesgo. La vida comunitaria se ve erosionada por la desconfianza, el temor y el aislamiento. El tejido social se deshilacha y con él se pierde la noción de comunidad.
Este mismo aislamiento golpea a las mujeres involucradas en el microtráfico. Al ser rechazadas por sus vecinos y abandonadas por las instituciones, terminan refugiándose en los circuitos que las explotan. La criminalización social refuerza su dependencia. En muchos casos, sus hijos e hijas también ingresan en estos círculos, reproduciendo una cultura de exclusión, ilegalidad y desesperanza. El ciclo se perpetúa sin interrupciones visibles.
Frente a esta realidad, resulta imprescindible replantear el enfoque. Hay que limitar el encarcelamiento para quienes se aprovechan de las mujeres. Más cárcel para microtraficantes no resuelve el problema si no se atacan las causas sociales y económicas que las empujan a involucrarse. Urge diseñar políticas públicas integrales que incluyan empleo digno, sistemas de cuidado infantil, salud mental, acompañamiento psicosocial y acceso a redes comunitarias. Solo así se podrá romper este ciclo de exclusión y abrir caminos reales de salida para ellas y sus familias.
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