por 3DJuegos
20 de junio de 2025
A finales de 2021, cuando Arcane irrumpió en Netflix con una animación que estaba llena de ambición y detalle, muchos esperaban una expansión visual del mundo de League of Legends, pero lo que pocos vieron venir fue que, detrás de los disparos, las explosiones y la estética steampunk, se escondía una serie que iba a redefinir la forma en la que entendemos no solo a los campeones, sino al juego en sí mismo.
Casi cuatro años después de su estreno ya no se puede hablar del universo de LoL sin hablar de Arcane. Lo que alguna vez fue un lore en segundo plano, un tanto fragmentado entre actualizaciones y relatos dispersos, se convirtió en una narrativa central, coherente y dolorosamente humana. Y, con ello, llegaron los efectos colaterales.
De campeones a personajes
Antes de Arcane, podríamos decir que los campeones eran, para la mayoría, mecánicas, habilidades. Jinx era un ADC hipermóvil. Vi, una jungla agresiva. Viktor, un midlane con escalado. Eran piezas, figuras dentro de una partida.
Pero después de Arcane, Jinx no volvió a ser simplemente una ADC, sino que volvimos a verla como Powder, la niña rota por la culpa y la pérdida, incapaz de distinguir el amor del caos. Cada vez que lanzaba una bomba, veíamos entonces algo más que una habilidad: veíamos una súplica disfrazada de locura.
Vi dejó de ser solo un personaje impulsivo y temerario: se convirtió en la hermana que falló pero que mantenía la esperanza, y se convirtió de algún modo en la fuerza que se aferra a lo que queda, aunque duela. Jayce, una vez símbolo de progreso y daño explosivo, pasó a ser el rostro de la fragilidad política, de la contradicción entre ideales y poder. Y Viktor… Viktor fue quizás el más transformado. Ya no era el simple "apóstol de la evolución" sino que era un hombre enfermo, esperanzado, desesperado por no morir antes de cambiar algo en el mundo.

Arcane abrió una grieta emocional en la comunidad, ya que nos obligó a empatizar. Y eso, en un juego competitivo donde la frustración y el ego están a flor de piel, tuvo efectos inesperados.
¿Cómo flamear a alguien que juega Jinx después de haber llorado con ella? (a ver, seguro que a más de uno se le ocurre el cómo pero entendéis lo que quiero decir) ¿Cómo ignorar a un Viktor cuando entiendes que su lucha no es solo mecánica, sino también moral? De pronto, los campeones que usábamos todos los días dejaron de ser más que dibujitos para convertirse en auténticos retratos. La toxicidad, aunque lejos de desaparecer, se vio momentáneamente acallada por la narrativa. Por un instante, todos nos reconocimos en ellos. En su rabia, su dolor, su deseo de que el mundo fuera un poco más justo.
La narrativa como pilar
LoL siempre había tenido historia, pero nunca tanta chicha. Arcane cambió eso. El lore dejó de ser un "plus" para convertirse en parte esencial de la experiencia. Riot tuvo que repensar su propia forma de construir mundo. Ya no bastaban las biografías en la web ni los cuentos sueltos en el cliente. Ahora, había una vara más alta: la de Arcane.
La transformación no fue solo narrativa: también fue cultural. La comunidad, usualmente dividida entre jugadores hardcore y fans del universo expandido, encontró un nuevo punto de convergencia. De pronto, quien nunca había tocado una partida de LoL se sabía la historia de Silco, y el veterano de las ranked lloraba viendo cómo Vi se rompía por no saber cómo hablarle a su hermana.
Arcane unió a muchos desde la emoción. Y eso no es poca cosa. En un entorno donde la competencia suele marcar la identidad, sentir —y sobre todo, compartir lo que se siente— es un acto profundamente raro. Redes sociales, foros y fanarts explotaron a niveles insospechados. Canciones, animaciones hechas por fans, teorías, análisis, debates... Arcane fue el primer producto de Riot que generó cultura transversal más allá del juego a un nivel serio.
Después del segundo acto
Con la segunda temporada de Arcane ya más que digerida, debatida y venerada, su estreno, a finales de 2024, no solo confirmó el nivel narrativo y visual que Riot había alcanzado, sino que terminó de sellar un cambio cultural irreversible dentro del universo de League of Legends.

Ya no es posible separar el juego de su historia. Las decisiones de Viktor, los silencios de Jinx, el ascenso de Warwick y la fractura final de Piltover no son simplemente lore: son partes vivas de un imaginario colectivo que ahora pesa en cada partida. Lo que nos dejó este segundo acto no fue solo un cierre (provisional) de conflictos, sino una maduración de los temas que la primera temporada había comenzado a explorar: el trauma, el sacrificio, la pérdida, la humanidad detrás del poder.
Y en este nuevo paisaje emocional, los campeones dejaron de ser héroes o villanos. Ahora son, simplemente, personas rotas intentando sobrevivir a sus decisiones. Así, tras esta segunda temporada, Arcane no solo nos dio más historia, sino que nos dio más motivos para sentir a los campeones que jugamos. Y ese efecto, como decíamos en un juego tan marcado por la compaetitividad, sigue siendo uno de los actos más subversivos de toda la serie.
En el fondo, lo más perturbador y a la vez bonito de Arcane fue cómo sirvió para reflejarnos a nosotros mismos, porque no solo se trató de Viktor y su enfermedad, de Jinx y su inestabilidad o de Vi y su culpa, sino que se trató de todos nosotros.
Todos hemos sido Powder, niños que querían ayudar y terminaron destruyendo lo que más amaban, o Vi, incapaces de proteger a quienes juramos cuidar.
Todos hemos sido Viktor, enfrentándonos a una cuenta atrás interna que no nos da tregua, fuera por lo que fuera. Y sí, incluso hemos sido Jayce: idealistas que, cuando nos dan poder, no sabemos cómo sostenerlo. Arcane, en su parte más honesta, nos dijo: "Esto también eres, o podrías ser, tú."
Y no lo hizo con cinismo, ni con crueldad. Lo hizo con ternura. Con música, con color, con poesía visual. Nos cogió de la manita y nos mostró que, en un mundo de máquinas, progreso, magia y caos, lo humano sigue siendo lo más frágil… y lo más poderoso.
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La noticia
Arcane no adaptó League of Legends sino que lo rompió por dentro y nos dejó mirar los trozos
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Bárbara Gimeno
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