por Hipertextual
7 de junio de 2025
La vida de Chuck (2025) es un giro poco común en las adaptaciones de la obra de Stephen King. Eso, gracias a que el director Mike Flanagan toma el cuento corto de aires filosóficos original y lo convierte en una cinta acerca de la naturaleza del amor, la esperanza y la capacidad para soñar. Todo en medio de un relato que se cuenta con una cronología peculiar y a través de personajes poco convencionales. Pero mucho más, que toma el riesgo de no ser fácil de comprender de inmediato.
El realizador, que ya había demostrado afinidad con la obra de King en proyectos anteriores, apuesta aquí por una aproximación diferente. De modo que la película deja de lado los recursos sobrenaturales y en su lugar ofrece un examen sobrio sobre el paso del tiempo y el rastro que dejamos. Lo que impacta no es el toque siniestro de la historia — que lo hay, después de todo, es una historia de Stephen King — sino la ternura.
Así que Flanagan pone el foco en las emociones más íntimas, y las traduce en imágenes sin recurrir al sentimentalismo fácil. No se trata de una historia que busque estremecer al espectador con sobresaltos, sino de una experiencia en la que se explora de manera silenciosa y persistente. La conexión con King se mantiene, pero el resultado se siente como un gesto de madurez narrativa: una adaptación que confía en sus misterios, antes de revelarlos a la vez.
Un hombre en busca de su destino
De la misma forma que el cuento original, La vida de Chuck se divide en tres partes. También, toma del texto su cronología inversa, por lo que el argumento comienza por el final. El capítulo inicial explora en una época apocalíptica, en un futuro cercano, con la civilización al borde del abismo. Pero el fin del mundo aquí no se relata como un suceso catastrófico, sino con una calma inquietante. Un personaje intenta dar clases mientras el entorno se derrumba. Otro trata de olvidar la caída de Internet y la tragedia inminente mientras toma una copa de vino. Todo transmite la sensación de que la vida se está apagando de forma callada, sin heroicidad.
Lo inquietante no es el caos, sino la resignación. Y en medio de ese paisaje aparece una imagen repetida hasta el absurdo: un anuncio que agradece los “39 años geniales” de un tal Chuck. La insistencia de esa frase, colocada en espacios públicos como si fuera un mantra sin contexto, sugiere algo más profundo. Flanagan convierte esa incógnita en el centro emocional de la película, lanzando una crítica sutil sobre la banalización del legado y la invisibilidad del individuo en la era de la saturación simbólica.
El segundo segmento rompe con el tono sombrío del primero y abraza un respiro inesperado. En plena calle, un contador anodino (Tom Hiddleston) se ve arrastrado por la música de un percusionista. Lo que podría parecer una escena menor se transforma en un estallido de vitalidad. La secuencia tiene algo de irreal, pero no se siente falsa. Más bien, evoca esas pequeñas epifanías que, por algún motivo, se graban con más fuerza que cualquier acontecimiento monumental.
Un actor en plena forma
Tom Hiddleston, encargado de encarnar al misterioso Chuck, convierte al personaje en algo más que solo el punto de unión entre varios escenarios de la historia. También, es la dimensión más sensible de la cinta. Su personaje, un hombre optimista y lleno de bondad, reflexiona sobre la vida con sencillez. Pero también, a través de la experiencia de las cosas triviales del día a día. Si algo sorprende en la actuación del intérprete, es su capacidad para brindar a Chuck el carácter de un hombre que debe afrontar el miedo a la muerte. Eso, sin perder el ánimo o la voluntad de resistir.
Por otro lado, la voz del narrador — Nick Offerman — cálida y evocadora, transforma el episodio en algo cercano a una leyenda urbana. Una de esas historias que se repiten porque encierran una verdad simple. La vida es fugaz pero irrepetible. Algo que Mike Flanagan analiza a través de imágenes casi oníricas. Como si el cine pudiera detener el tiempo por un segundo y mostrar, sin adornos, una pequeña chispa de humanidad.
‘La vida de Chuck’, un drama con tintes oscuros
La tercera parte de La vida de Chuck desanda el camino y nos lleva hacia la niñez Chuck, interpretado ahora por Jacob Tremblay. A diferencia de otras biografías ficticias, aquí no se nos ofrece un archivo cronológico, sino una serie de escenas cuidadosamente elegidas que iluminan los vínculos fundamentales del personaje. Padres, abuelo (con una actuación memorable de Mark Hamill), y otras figuras cercanas van apareciendo como piezas de un mosaico emocional. El tratamiento visual cambia: la iluminación se suaviza, los colores se hacen más cálidos, y el tono general del filme se inclina hacia la introspección.
Mike Flanagan evita los recursos lacrimógenos, y apuesta por una contención que potencia cada escena. En lugar de manipular al espectador, le propone mirar de cerca, con atención. Lo que emerge es una comprensión más profunda de lo que define a una persona: no sus logros, sino las conexiones que lo sostienen. La película construye así un espacio íntimo donde lo cotidiano se vuelve relevante. Cada gesto, cada recuerdo, funciona como una huella. Y esa es, tal vez, la propuesta más poderosa: que lo importante no está en lo espectacular, sino en lo que permanece cuando ya no queda casi nada.
Un cineasta al control total para ‘La vida de Chuck’
Mike Flanagan escribe, dirige, produce y edita esta película con un nivel de compromiso poco habitual. Esa presencia constante en todas las etapas del proyecto no es vanidad, sino un ejercicio de control creativo que se nota en cada detalle. La coherencia estética del filme no es casual: responde a una visión unificada, a una lectura muy personal del texto original. Lejos de explorar pasivamente la obra de King, Flanagan la reinterpreta.
Y no lo hace desde la distancia, sino desde la empatía. Al asumir múltiples roles en la producción, logra construir una experiencia fílmica que respira con una sola voz. Hay en ese gesto algo valiente: tomar una obra cargada de simbolismo y convertirla en una película que no necesita explicaciones, solo atención. Incluso el ritmo narrativo responde a ese propósito: no hay apuro, no hay giros de guion innecesarios. Todo está dosificado con intención. Y aunque el relato parezca fragmentado, cada parte está conectada por una sensibilidad común. El resultado no es una adaptación más, sino una relectura que tiene algo de homenaje, pero también de autoría plena.
Un final conmovedor
La película cierra con una imagen poderosa que, sin subrayarlo, sugiere una reflexión cósmica. Inspirada en una metáfora de Carl Sagan, recuerda que nuestras vidas son brevísimas si se comparan con la escala del universo. Y sin embargo, es en ese pequeño intervalo donde se juega todo: el amor, el dolor, la memoria. La propuesta no es conformarse con la fugacidad, sino abrazarla.
La vida de Chuck habla de lo efímero sin caer en el nihilismo. Más bien, ofrece una especie de consuelo: si todo se va, al menos podemos elegir cómo vivirlo. Es una obra que elige la luz sin volverse ingenua, que apuesta por la emoción sin perder complejidad. Por lo que más allá de su conexión con Stephen King, la película es una obra madura que reflexiona sobre el poder de las grandes historias. Un logro que resulta el elemento más atractivo en la producción.