por elmostrador

3 de julio de 2025

La educación ambiental debe convertirse en el eje central de una nueva educación para el siglo XXI

Vivimos en una era de policrisis, una confluencia de crisis múltiples que se entrelazan: ecológica, climática, social, política, ética. En este contexto, las fechas conmemorativas como el reciente Día del Medio Ambiente nos recuerdan —aunque brevemente— la fragilidad de los sistemas de los que dependemos. Pero la urgencia del momento exige mucho más que recordatorios anuales. Nos demanda una transformación profunda en la forma en que habitamos el mundo y, especialmente, en cómo educamos para comprenderlo, cuidarlo y regenerarlo. En una sociedad consumista e hiperconectada, esta transformación comienza por detenernos y repensar desde dónde enseñamos, qué priorizamos y qué futuros imaginamos posibles.

Esa velocidad ha sido descrita con lucidez por el escritor islandés Andri Snær Magnason, quien advierte que “estamos viviendo en tiempos complejos y acelerados. Cambios que antes tomaban miles de años, ahora suceden en cien o menos. Esa velocidad mitológica ya afecta todo lo que pensamos, creemos y amamos”.

En este día y en el contexto de una crisis ecológica cada vez más profunda, con ritmos que superan nuestra capacidad de comprensión y respuesta, surgen preguntas urgentes: ¿qué sentido tiene reflexionar sobre  el Día del Medio Ambiente en 2025, cuando la crisis climática ya no es una amenaza futura sino una realidad? Cuando además asistimos a una sexta extinción masiva provocada, principalmente, por la acción de un grupo reducido de humanos y los sistemas que sostienen sus formas de vida. ¿Cómo educar en medio del vértigo de un mundo cambiante? ¿Qué tipo de formación necesitamos para preparar a las nuevas generaciones a comprender y actuar frente a transformaciones que desbordan nuestras metáforas, y para reconstruir los vínculos rotos entre los seres humanos, no humanos y más que humanos?

Detengámonos, aunque sea por unos minutos. Inhalemos y tomemos conciencia: el oxígeno que respiramos proviene de bacterias fotosintéticas, algas y plantas. Exhalemos: entregamos carbono que ellas transforman en vida. Reflexionemos: nos alimentamos de esos mismos ciclos, y cada una de nuestras células es parte de esa danza, compuesta por átomos que, algún día, retornarán al ambiente. Este entendimiento nos lleva a lo que realmente está en juego: la salud compartida de los sistemas vivos. No hay un “medioambiente” separado: todo está conectado en la trama de la vida.

Esta conciencia nos invita a actuar en favor de la regeneración del planeta. El entomólogo y biólogo Edward O. Wilson habló de biofilia: nuestra tendencia innata a cuidar la vida. Desde enfoques regenerativos, se trata también de crear las condiciones que la sustenten. Para enfrentar la angustia, voces como la de la autora Joanna Macy nos llaman a reconocer y abrazar el dolor por el mundo como parte del proceso de transformación. Aceptar ese desconcierto —lejos de paralizarnos— puede abrirnos a nuevas formas de sensibilidad, compasión y acción.

Pero esta transformación interior y ética no basta si no se traduce en cambios concretos en nuestras formas de aprender y enseñar sobre el ambiente. La educación ambiental para la sustentabilidad no puede seguir siendo descontextualizada. En América Latina, y en Chile en particular, necesitamos una educación ambiental y científica crítica, territorial y decolonial. Ya no basta con hablar de gases de efecto invernadero o de reciclaje. Se requiere una conciencia situada, conectada con los conflictos socioambientales locales y globales, que cuestione el modelo extractivista y sus impactos.

Chile es escenario de muchos de estos impactos o consecuencias del modelo de desarrollo predominante, algo que queda en evidencia con las mal llamadas “zonas de sacrificio”, donde se vulnera el derecho a un ambiente sano y se evidencia el costo humano y ecológico del modelo de desarrollo vigente. A ello se suma que el país figura entre los más expuestos a eventos climáticos extremos —como olas de calor, incendios forestales y sequías— que golpean con mayor fuerza a las comunidades empobrecidas y marginadas.

Frente a este escenario, superar los enfoques tradicionales de alfabetización ambiental que separan al ser humano de la naturaleza es una prioridad. No basta con transmitir información o contenidos aislados, necesitamos una educación que articule conocimientos científicos con saberes locales, ética, emociones y acción. No se trata de la cantidad de saberes, sino de comprender de mejor forma y actuar colectivamente. 

Como educadores, investigadores y ciudadanos, no podemos seguir tratando la educación ambiental como un tema marginal. Hoy hacemos un llamado urgente: la educación ambiental debe convertirse en el eje central de una nueva educación para el siglo XXI, una educación que no solo provea información, sino que forme para el cuidado, la resiliencia, el amor y la imaginación de futuros más sustentables y justos.

En esa dirección avanza la reciente propuesta de Actualización Curricular impulsada por el Ministerio de Educación en Chile, que plantea integrar la educación ambiental como un eje transversal en todos los niveles del sistema escolar. Esta orientación es valiosa, pero requiere y requerirá voluntad política, formación docente y articulación territorial para que no quede solo en el papel. Su implementación efectiva puede marcar una diferencia real si se enraíza en las necesidades y realidades de los territorios.

Se debe tener en cuenta también que la crisis socioambiental que enfrentamos no es solo ecológica, política, educativa o económica. Es también una crisis de la imaginación: de nuestra capacidad colectiva para idear otras formas de vivir, de organizarnos y de relacionarnos con la naturaleza. Por eso, necesitamos cultivar enfoques integrales que activen la mente (pensamiento sistémico y anticipatorio), el corazón (discernimiento ético) y las manos (acción regenerativa y colectiva). Como dijo la educadora brasileña Moema Viezzer: “No habrá una nueva sociedad si no hay una nueva educación que forme nuevos sujetos capaces de crearla”.

Por eso, hoy más que nunca —y no solo en fechas conmemorativas—, la educación debe convertirse en semilla de transformación. Que forme no solo para entender el mundo, sino para cuidarlo y reimaginar colectivamente, con justicia, sensibilidad y esperanza.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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