por Hipertextual
10 de agosto de 2025
En Weapons (2025) de Zach Cregger (Barbarian), el terror no está en castillos embrujados ni en monstruos de ultratumba, sino en una desaparición. Más bien, muchas y ocurridas al mismo tiempo. Por lo que la cinta, en vez de mostrar lo terrible de forma directa, construye un ambiente en el que todo parece normal, hasta que deja de serlo. El arranque de la película es sutil, casi mudo, pero desde sus primeros instantes transmite una incomodidad persistente. Ni gritos ni sombras. Solo unos niños caminando en silencio al amanecer. Lo perturbador es precisamente que no hay explicación. No sabemos por qué lo hacen ni adónde van.
Solo vemos cómo cruzan jardines impecables, guiados por una lógica que no comprendemos. Ese gesto mínimo — aparentemente sin sentido — basta para que la ansiedad empiece a crecer. Y cuando entran en juego las imágenes tomadas por cámaras de seguridad, el efecto se multiplica. No por lo gráfico, sino por lo inexplicable. La película no se apura en aclarar nada, y eso juega a su favor. No pretende ser ruidosa ni explícita. Su fuerza está en esa tensión que se cocina lento, en la posibilidad de que lo más temible no necesite mostrarse, solo sugerirse.
Después del desconcierto inicial, Weapons empieza a desplegar su estructura como si fuese una pieza coral donde cada historia aporta algo distinto, pero igual de inquietante. En lugar de centrarse en un solo personaje o una sola línea de tiempo, Cregger opta por una narración fragmentada. No es solo un recurso estilístico. Este formato ayuda a ampliar la percepción del evento central — la desaparición masiva de una clase escolar — como una especie de herida abierta que afecta a todos, directa o indirectamente. Pero más que eso, como un misterio que todos intentan descubrir, sin saber cómo empezar para lograrlo.
Lo siniestro y lo incómodo en ‘Weapons’
Cada personaje tiene su propia reacción, su propio trauma, y esa diversidad de perspectivas hace que el misterio sea más profundo. El resultado es una sensación de caos organizado. Las piezas están allí, pero no encajan del todo. A medida que se suman las escenas, la incomodidad crece, porque lo extraño se repite con distintas caras. Zach Cregger se asegura de que cada historia tenga su propia identidad, pero al mismo tiempo todas están bañadas por la misma atmósfera espesa y turbia. Y eso convierte la película en una experiencia emocional, no solo narrativa. El desconcierto que provoca no se debe solo a lo que pasa, sino a la forma en que se cuenta.
En lugar de concentrarse únicamente en el misterio de las desapariciones, la película dedica buena parte de su atención a los personajes que quedan. Aquí no hay figuras heroicas. Tampoco hay inocentes puros. Cada uno de los adultos que rodean el evento parece arrastrar culpas y dudas, como si todos tuvieran algo que ocultar. Justine Gandy (Julia Gardner de Los 4 Fantásticos: Primeros pasos), una profesora con una vida claramente desordenada, se convierte rápidamente en el blanco de las sospechas. La actuación de la actriz logra transmitir ese equilibrio incómodo entre culpa y desorientación. No sabemos si confiar en ella. Tampoco estamos seguros de que sepa lo que hace.
El resto de los personajes también se encuentran en medio de una confusa mezcla de sentimientos. El guion, que escribe el director, tiene la capacidad de lograr que el sufrimiento de cada uno, se convierta en una espiral de horrores. Archar Graff, un padre devastado interpretado por Josh Brolin, se mueve por la rabia más que por la lógica. Su dolor es crudo, y su necesidad de señalar culpables lo convierte en una amenaza más. Incluso la policía local parece no estar a la altura. Las instituciones fallan. Las relaciones personales se tensan. Y lo peor es que nadie entiende del todo lo que está ocurriendo. La trama juega con esa incertidumbre como si fuera una herramienta narrativa. De modo que no hay respuestas fáciles. Solo preguntas cada vez más grandes.
Un caso con un final desconcertante
Lo que hace que Weapons sea distinta a otras películas que abordan la desaparición de menores es que no intenta resolver el enigma como si fuera un caso policial. La investigación importa, pero solo como una excusa para examinar cómo reacciona una comunidad ante lo inexplicable. No hay detectives prodigiosos ni revelaciones espectaculares. Lo que hay son personas normales enfrentando una situación que no tiene lógica. La cinta se interesa más en lo que se rompe internamente que en lo que se revela externamente. Zach Cregger explora a sus personajes desde lo íntimo, pero sin suavizarlos.
Cada uno parece estar cargando su propia tragedia personal, que se intensifica con el caos general. El niño que no desapareció, Alex Lilly (Cary Christopher) es una figura ambigua. Está presente, pero no actúa como protagonista tradicional. Es más bien un catalizador, alguien que recuerda que algo salió mal, pero no puede (o no quiere) explicarlo. La forma en que la película lo enmarca evita que se convierta en símbolo o víctima. Su presencia produce incomodidad, justo por dejar claro que representa algo misterioso.
De modo que en el fondo, Weapons no trata sobre lo que pasó, sino sobre lo que queda después. Cregger no quiere que mires con atención buscando pistas. Quiere que sientas el ambiente, que experimentes el desgaste emocional de sus personajes. Hay una especie de tristeza en cada escena, como si el mundo retratado ya estuviera roto desde antes de que ocurriera la tragedia.
Lo más inquietante es que ese horror no necesita mostrarse de manera explícita. No hay apariciones ni efectos especiales llamativos. Lo que hay es una amenaza constante, invisible, que se manifiesta en pequeños gestos: una mirada fuera de lugar, una conversación a media voz, un silencio que se alarga demasiado. El director construye así un entorno donde la ansiedad nunca se va. Todo parece normal, pero sabemos que no lo es. El giro más retorcido de una película en la que nada es como parece.