por elmostrador
17 de julio de 2025
Si se considera que esta discusión es importante –precisamente porque hay vidas concretas en juego–, este modo de abordarla naturalmente es preocupante.
En una columna publicada en El Mostrador, el rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, Álvaro Ramis, se propone dar una respuesta “seria y ética” al libro Deshacer el cuerpo, que acabamos de publicar con Josefina Araos, Catalina Siles y Daniel Mansuy. La preocupación de Ramis es la transfobia. El ascenso de la ultraderecha. El odio. Deshacer el odio, sin ir más lejos, es su título. ¿Cómo enfrenta estos grandes males? La respuesta a esa
pregunta es reveladora. A decir verdad, no revela mucho sobre la discusión en torno a la transexualidad. Pero sí bastante sobre las incursiones públicas de cierto tipo de academia.
Porque no es que haga una lectura crítica del libro; más bien no hay huella de una lectura. Vamos por parte. Que hay una discusión global en torno a la transexualidad es algo bien sabido. Esa discusión está muy lejos de ser pura guerra cultural. Suele incluir una palpable preocupación por las personas que no se identifican con su sexo, sea cual sea el camino que sigan. Pero es una discusión con múltiples ramificaciones. Involucra preguntas sobre el daño producido por bloqueadores de pubertad y tratamientos hormonales, entre otras cosas, y así toca preguntas relevantes sobre la protección de la infancia. La discusión toca también preguntas sobre los espacios propios de las mujeres, desde las ramas deportivas a los centros de apoyo por abusos; preguntas sobre las injusticias que se producen cuando hombres entran a esos espacios. Hay lugar para muchas posiciones distintas en cada una de
esas discusiones. Los autores de este libro fijamos una posición en varias de ellas. Quien fija una posición invita a otros a discutir y en la discusión se puede corregir errores y afinar juicios. ¿Cuál es la posición de Ramis? De eso, me temo, no hay cómo enterarse. Su texto no reproduce un solo argumento de los autores referidos. No describe el estado de una sola discusión. No solo no cita, sino que no alude siquiera de modo remoto, más allá de su
título, al libro que pretende tratar.
Si se considera que esta discusión es importante –precisamente porque hay vidas concretas en juego–, este modo de abordarla naturalmente es preocupante. Es más preocupante aún si recordamos que se trata de la respuesta de un rector. ¿Y qué decir de sus acusaciones de odio y transfobia? Vale la pena notar el calibre de estas: “reducir a las personas trans a objetos de burla”, tener “una estrategia deliberada que deshumaniza a las personas transgénero”, etc. No hay por qué dejar pasar ese tipo de acusaciones. Quien las levanta debe mostrar en qué las sustenta. Eso, sin embargo, se busca en vano en su columna. Pero además, en el libro aludido obviamente abordamos el papel que este tipo de imputaciones ha desempeñado. Son parte relevante de la discusión en curso. ¿Es discurso de odio cuando una mujer afirma que el sexo biológico importa, que es relevante para algunas actividades, que importa en nuestro lenguaje y en parte de la legislación? Si se quiere distinguir el odio de las acusaciones gratuitas de odio, parece relevante abordar tales preguntas. Es algo de lo que uno imaginaría capaz a un humanista. ¿Y tiene sentido lanzar a mansalva la acusación de transfobia? ¿O al imputar una fobia se cae en la misma patologización que se dice querer dejar atrás? Son cuestiones que uno imagina un académico se ha planteado.
Pero en lugar de plantearse cuestiones –y en lugar de discutir lo que otros han planteado–, Ramis se involucra en una actividad muy distinta: declamar principios. En eso consiste su columna. Declamar principios mientras lanza acusaciones difamatorias. Llama a sus lectores a afirmar la dignidad humana, a reconocer el carácter innegociable de los derechos humanos, a reconocer el lugar de la educación para erradicar prejuicios, a afirmar el mensaje cristiano de amor incondicional por el prójimo. La verdad es que no encontrará quien niegue esos principios, y por lo mismo su invocación sirve de poco. Ramis se refiere a la discusión en torno a la identidad y el género como un asunto “complejo y multifacético”, pero si ese el caso ella requiere precisamente el cruce de esos principios con
realidades más concretas. ¿Se respeta la dignidad humana cuando tras algunos signos de disconformidad con el propio sexo se pone a un adolescente en ruta hacia cambios que dejarán huella permanente? Y la educación que se proclama como necesaria en estas materias, ¿incluye a la literatura que advierte respecto de las múltiples consecuencias severas para los pacientes, o repite lugares comunes de una década atrás? La simple declamación de principios evidentemente no basta para las discusiones “complejas”.
Habrá, como es obvio, quienes sí entren a esta discusión sobre la identidad y el sexo recogiendo este tipo de inquietudes. El texto de Ramis, en cambio, es más bien relevante por lo que revela del activismo universitario. ¿Qué nos ofrece en lugar de reflexión universitaria? La evasión de preguntas, la renuncia al acto básico de leer y discutir tesis concretas, el levantar acusaciones gratuitas, la declamación de principios. ¿Nos debe preocupar este estado de cosas? En la medida en que nos importe la universidad chilena, desde luego que sí. Pero tal vez deba además importar por la pretensión de que se está ofreciendo resistencia a la “ultraderecha”. Dada la justificada preocupación ante su versión norteamericana, muchas universidades levantan hoy la renovada pretensión de ser lugares de pensamiento crítico. La gran pregunta, no obstante, es en qué medida ese discurso defiende una realidad y en qué medida se trata de una ilusa pretensión. Tal vez el rector Ramis quiera revisar a cuál de esas dos alternativas está aportando.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.