por Hipertextual
8 de junio de 2025
Dept. Q, la más reciente propuesta británica de Netflix, se adentra en un terreno familiar para los amantes del género de detectives y policiacos. La de resolver crímenes que, por el transcurrir del tiempo o carencia de pruebas, se quedan en el cajón de los casos fríos. Pero lo hace con un tono cínico y ágil, que no busca complacer, sino inquietar. Adaptación del universo literario del danés Jussi Adler-Olsen, también intenta combinar tanto un caso en apariencia imposible de resolver con personajes complejos. Eso, en medio de una atmósfera pesimista y guiños ocasionales al humor negro.
De modo que esta producción de Scott Frank no es simplemente otro thriller de sobremesa. Es un experimento de carácter sombrío que se atreve a tomar riesgos. Y lo hace, desde la manera de explorar en su protagonista. Carl Morck (Matthew Goode de El descubrimiento de las brujas), no es un héroe, sino un hombre que intenta sobrevivir a una experiencia traumática que marcó su vida. Pero antes de convertir al personaje en una figura trágico o un antihéroe en busca de redención, Dept. Q profundiza en sus luces y sombras.
Por lo que, además de un brillante detective en horas bajas, también es un padre inepto y emocionalmente distante. También, un amigo leal y un líder de equipo despótico. El argumento logra que Morck se aleje del estereotipo del detective extraordinario, incapaz de relacionarse con otros, al brindarle dobles y terceras lecturas a sus acciones. También, a su necesidad de encontrar un punto de equilibrio en el que, sin duda, es el peor momento de su vida. Una circunstancia que la serie aprovecha para hacer a su argumento más complejo y refinado.
El difícil camino para resolver un crimen
Dept. Q no disimula sus intenciones de convertir cada capítulo en el eslabón de una cadena de información. Desde el primer episodio, el espectador se enfrenta a una tragedia que marca para siempre al protagonista. Un operativo policial mal ejecutado se convierte en un desastre: una escena del crimen sin asegurar, errores de juicio, consecuencias letales. Morck, un detective experimentado con una tendencia peligrosa al desdén, comete un fallo que costará una vida joven y dejará a otro compañero en silla de ruedas.
El golpe emocional que sigue es devastador. De vuelta al trabajo, Morck no encuentra consuelo. Sus colegas lo evitan, sus superiores lo castigan simbólicamente, relegándolo a un sótano mohoso, y su salud mental tambalea sobre un abismo de culpa, ansiedad y silencio. Allí, en ese rincón olvidado del edificio, nace el Departamento Q: un espacio para ocuparse los casos archivados. Y con él, nace también la posibilidad de redención. Pero, de la misma forma que la saga de libros de la que proviene, enmendar los errores del pasado no será fácil. Morck no solo debe enfrentarse a los secretos de otros, sino también a los propios fantasmas que lo habitan.
Un deber que cumplir
Así que, lo que en un principio parece una condena se convierte, lentamente, en una misión. En ese inframundo de archivos y duchas oxidadas, Morck se ve obligado a compartir espacio con otros dos inadaptados del sistema. Rose (Leah Byrne) una cadete con ambición y agudeza, y Akram (Alexej Manvelov), un refugiado sirio cuyo pasado permanece en sombras. Juntos, sin buscarlo, inician la investigación de una desaparición que lleva años sin resolverse. Merritt Lingard (Chloe Pirrie), una fiscal prominente, se desvaneció sin dejar rastro, y el caso pronto se convierte en una madeja densa de sospechas, silencios y medias verdades.
Mientras tratan de desenredarla, el trío se transforma en una suerte de familia disfuncional, unida por la obstinación más que por la confianza. Morck, a su vez, arrastra una dinámica familiar complicada, marcada por su relación con un hijastro que apenas lo tolera y las dolorosas sesiones de terapia con la doctora Irving, psicóloga policial. Es ahí donde la serie gana matices: en la forma en que entrelaza lo profesional con lo íntimo, la pesquisa con el duelo.
Una historia cada vez más singular en ‘Dept. Q’
En un género donde el exceso suele disfrazarse de profundidad, Dept. Q a veces cae en su propia trampa. La investigación de Lingard se extiende a lo largo de nueve episodios, y aunque hay tensión sostenida, también hay momentos donde el relato flojea. Se multiplican las entrevistas, las pistas falsas, los personajes secundarios con agendas dudosas. El resultado es una narrativa que por momentos parece un laberinto sin salida.
Aun así, el corazón de la serie late con fuerza en cada escena que involucra a Matthew Goode. Su Morck no encaja en los moldes clásicos del detective atormentado, y es precisamente su inestabilidad, su cinismo agudo, lo que lo hace fascinante. Especialmente destacables son sus momentos con Jasper (Aaron McVeigh), su hijastro, donde se revela un lenguaje emocional indirecto, torpe, real. Un hombre quebrado que intenta no romper todo lo que toca.
Pese a sus irregularidades, Dept. Q tiene algo que muchas series desean y pocas consiguen: identidad. Su mezcla de crudeza escocesa, trauma emocional y humor disonante le da un tono propio, reconocible. Para los fanáticos del género policiaco con tintes psicológicos, es un festín. Pero su verdadero potencial está aún por explotar. Si Netflix decide continuar adaptando la saga de Adler-Olsen — que, recordemos, cuenta con diez novelas y sigue creciendo — , hay material de sobra para al menos media década de contenido.
Cambiar la ambientación de Dinamarca a Escocia ha resultado ser una jugada interesante, dotando a la historia de un nuevo paisaje emocional. Ahora bien, si el proyecto quiere perdurar, deberá pulir su equilibrio entre ritmo y desarrollo de personajes. Con un poco de poda narrativa y mayor profundidad en sus secundarios, esta serie podría convertirse en una joya del género. Por ahora, lo que nos deja es una promesa. La de un viaje a los lugares más oscuros del comportamiento humano, en el que aún quedan muchas puertas por abrir.