por Hipertextual
22 de junio de 2025
La funeraria, la nueva docuserie de HBO disponible en Max, relata uno de los sucesos más retorcidos de la historia reciente de Pasadena (California). Eso, cuando los vecinos, sin proponérselo, se convirtieron en testigos de un fenómeno perturbador. Un crematorio que parecía jamás descansar, exhalando columnas de humo más allá de lo razonable. El aire se cargaba de un olor peculiar y persistente a toda hora del día y la noche. Incluso, cuando el local estaba cerrado y no hay señales de que llevara a cabo servicio alguno.
No tardaron en levantarse sospechas entre los profesionales del gremio funerario, sorprendidos por la frecuencia alarmante con la que un establecimiento local — de reputación casi sagrada — solicitaba cremaciones. Pero lo cierto es que este lugar, con una larga historia en la ciudad, escondía algo más que urnas con cenizas. Ocultaba secretos criminales tan peligrosos como para convertir al negocio en la tapadera de una serie de situaciones perturbadoras. Con tres episodios, La funeraria reconstruye la investigación que terminó por descubrir que la casa de oficios funerarios Lamb se había convertido en el centro de un negocio tenebroso e ilícito. La de destruir las pruebas de cualquier criminal que así solicitara el servicio.
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Al menos, en principio. Pronto, el documental de Joshua Rofé, indaga en todos los delitos en que la familia incurrió durante el tiempo en que el local funcionó. De tráfico de órganos hasta mutilación de cadáveres para prácticas esotéricas. Lo cierto es que el local se convirtió en un macabro y lucrativo negocio para sus dueños, que utilizaron toda su influencia para ocultar sus delitos por casi dos décadas.
La reconstrucción paso a paso de una oscura red criminal
El protagonista de esta tragedia moderna es David Sconce, quien heredó más que un apellido ilustre: recibió el mando de un negocio envenenado por la ambición. De adolescente, era la imagen del éxito angelino: atlético, carismático, con el futuro abierto como un campo de fútbol americano. Pero una lesión truncó su carrera deportiva, y lo que emergió en su lugar fue un hombre decidido a transformar el oficio funerario en una maquinaria de lucro ilegal.
Bajo su dirección, las cámaras de incineración se convirtieron en herramientas de eficiencia extrema, operando como una maquinaria industrializada. La docuserie de HBO que relata el tenebroso caso no se limita a enumerar delitos. Lo que construye es una cartografía de lo abyecto. En ella, el horror no proviene de apariciones o maldiciones, sino de decisiones frías y lógicas. La ética, en este relato, se disuelve en grasa humana derretida, canalizada por artefactos grotescos construidos bajo hornos industriales.
David Sconce no solo multiplicaba las cremaciones en una sola operación; también comercializaba con restos humanos, extrayendo y vendiendo órganos en mercados ilegales. La funeraria se transformó en un laboratorio clandestino de tráfico de órganos, y su director, en el centro de una elaborada red de contrabando. Conforme las piezas del rompecabezas comenzaron a encajar, emergieron testimonios inquietantes de antiguos trabajadores, periodistas e incluso víctimas indirectas.
Quienes alguna vez colaboraron con Sconce se vieron obligados a recordar detalles que preferirían haber olvidado: conversaciones en susurros sobre partes de cuerpos desaparecidas, amenazas veladas a quienes hacían demasiadas preguntas, y la sensación constante de caminar sobre cenizas que no pertenecían a una sola historia. Reporteros como Ashley Dunn y David Geary empezaron a indagar, y la policía finalmente accedió a los hornos alternativos en Hesperia, una antigua fábrica de cerámica reciclada para procesar cadáveres como si fueran residuos. La escena era infernal, literal: suelos aceitosos, puertas improvisadas, canales recolectores de fluidos corporales.
Un final insatisfactorio para un caso polémico en ‘La funeraria’
Aunque los crímenes terminaron por llevar a Sconce a juicio, el sistema pareció vacilar ante la magnitud de sus acciones. Fue condenado por una veintena de cargos que incluían desde destrucción de restos hasta conspiraciones homicidas. Sin embargo, tras cumplir apenas la mitad de su sentencia inicial, salió en libertad.
Décadas después, y tras reincidir, volvió a prisión con una pena más severa. En un giro digno de un final de temporada de true crime, su liberación reciente lo ubica nuevamente entre los vivos, hablando a cámara sin rastro de culpa. No parece un monstruo arrepentido, sino un empresario que considera que su pecado fue innovar demasiado pronto.
Las entrevistas actuales con Sconce son tal vez el núcleo más escalofriante del documental. En lugar de evitar los detalles, se regodea en ellos, como un artista macabro, describiendo su obra más eficiente. Justifica sus actos con la frialdad de un contable: ¿para qué gastar tanto tiempo en un solo difunto cuando se puede triplicar el “rendimiento” del horno? Su lógica es simple, brutal, y tan deshumanizada, que se convierte en el centro mismo del horror que retrata la serie. El elemento más duro en esta producción ideal para los amantes del terror y el suspenso.